Jesús y el centurión, 1571. Obra de Paolo Veronese
Óleo sobre lienzo. 192 x 297 cm
Museo del Prado, Madrid. España
El evangelio de hoy narra la historia de un milagro en el que Cristo devuelve la vida y la confianza. En el evangelio de Juan 4, 43-54 narra los hechos de manera clara y san Agustín comentando este evangelio nos dice:
Así pues, carísimos, aceptad mi opinión sobre este punto, sin menoscabo de que vosotros opinéis algo mejor. De hecho, todos tenemos un único Maestro y somos condiscípulos en una única escuela. Esto, pues, opino, y ved si no es verdadero o se acerca a la verdad lo que opino. Dos días estuvo en Samaría, y creyeron en él los samaritanos; ¡tantos días estuvo en Galilea, y los galileos no creyeron en él! Rehaced o repasad con la memoria la lectura y el sermón del día de ayer: llegó a Samaría, donde lo había predicado primero la mujer con quien había hablado de misterios grandes junto al pozo de Jacob. Tras verlo y oírlo, los samaritanos creyeron en él por la palabra de la mujer, y por la palabra de él creyeron con más firmeza y en mayor número. Así está escrito. Empleados allí dos días —número de días por el que se encomia el número de los dos preceptos, de los cuales dos preceptos pende la Ley entera y los Profetas, como recordáis que en el día de ayer encomié—, partió a Galilea y vino a la ciudad de Caná de Galilea, donde del agua hizo vino.
Pues bien, cuando convirtió allí el agua en vino, sus discípulos, como escribe Juan mismo, creyeron en él. Y, sin embargo, la casa estaba llena de una multitud de convidados. Sucedió un milagro tan grande y no creyeron en él sino sus discípulos. A esta ciudad de Galilea regresó ahora Jesús. Y he aquí que cierto funcionario real, cuyo hijo estaba enfermo, vino a él y comenzó a rogarle que descendiera a la ciudad o a la casa, y sanase a su hijo, pues comenzaba a morir. Quien rogaba ¿no creía? ¿Qué aguardas que diga yo? Interroga al Señor qué opinaba de él, ya que, una vez rogado, respondió cosas de este calibre: Si no veis signos y prodigios, no creéis. Inculpa al hombre de ser tibio o frío en cuanto a la fe, o de nula fe y, más bien, de desear ponerlo a prueba con motivo de la salud de su hijo: quién era, cuánto podía. Hemos oído, en efecto, las palabras de quien rogaba; las pronunció quien oyó las palabras e inspeccionó el corazón. Finalmente, el evangelista mismo testifica con el testimonio de su relato que aún no había creído quien deseaba que el Señor viniese a su casa a curar a su hijo. En efecto, después que se le notificó que su hijo estaba sano, y descubrió que fue sanado en esa hora —la hora en que el Señor había dicho: «Vete, tu hijo vive»—, creyó él, afirma, y su casa entera. Si, pues, creyó él y su casa entera, precisamente porque se le notificó que su hijo estaba sano, y comparó la hora de los mensajeros con la hora de quien prenunciaba, cuando rogaba no creía aún.
Los samaritanos no habían aguardado signo alguno; sólo habían creído a su palabra; en cambio, sus conciudadanos merecieron oír: Si no veis signos y prodigios, no creéis; y, sin embargo, hecho tan gran milagro, allí no creyó sino él y su casa. Ante la palabra sola creyeron muy numerosos samaritanos; ante aquel milagro, creyó sola la casa donde se realizó. Por tanto ¿qué, hermanos, qué hace el Señor valer para nosotros? Entonces Galilea de Judea era la patria del Señor, porque allí se crió. Ahora, en cambio, porque aquel hecho presagia algo —en efecto, no sin motivo se habla de prodigios, sino porque presagian algo, ya que «prodigio» se llama, por así decirlo, a un prenuncio, a lo que habla por delante, a lo que significa por delante y presagia que algo sucederá—; porque, pues, todo aquello presagiaba algo, todo aquello predecía algo, pongamos de momento nosotros como patria de nuestro Señor Jesucristo, según la carne —de hecho no tuvo patria en la tierra, sino según la carne que recibió en la tierra—; pongamos, pues, como patria del Señor el pueblo de los judíos. He aquí que no se le rinde honor en su patria. Observa ahora a las turbas de los judíos, observa ya a la nación aquella dispersa por todo el orbe de las tierras y arrancada de sus raíces; observa las ramas rotas, cortadas, dispersas, secas, rotas las cuales mereció ser injertado el acebuche. Ve qué dice ahora la turba de los judíos. «A quien dais culto, a quien adoráis era nuestro hermano». Y nosotros respondamos: No se rinde honor a un profeta en su patria. En fin, ellos vieron al Señor Jesús andar en la tierra, hacer milagros, iluminar a los ciegos, abrir los oídos a los sordos, soltar las bocas de los mudos, sujetar los miembros de los paralíticos, andar sobre el mar, dominar los vientos y el oleaje, resucitar muertos, hacer tantos signos, y apenas unos pocos de ellos creyeron.
Hablo al pueblo de Dios: tantos que hemos creído, ¿qué signos hemos visto? Lo que, pues, ocurrió entonces presagiaba esto que acontece ahora. Los judíos fueron o son similares a los galileos; nosotros, similares a los samaritanos. Hemos oído el Evangelio, hemos dado nuestro consentimiento al Evangelio, mediante el Evangelio hemos creído en Cristo; no vemos ningún signo, no exigimos ninguno.
Cristo se nos muestra con confianza, dejémonos curar y recrear en Él
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