La visión de San Juan Evangelista de Jerusalén, 1636-37. Obra de Alonso Cano
Óleo sobre lienzo. 83 x 44 cm
Colleccion Wallace, Londres. Inglaterra
Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra han pasado, y el mar ya no existe. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo.
Y escuché una voz potente que decía desde el trono: "Ésta es la morada de Dios con los hombres: acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo, y Dios estará con ellos y será su Dios. Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado." Y el que estaba sentado en el trono dijo: "Todo lo hago nuevo."
Cada vez que el Templo de Jerusalén era destruido, para los autores judíos el misticismo del trono de Dios adquiría una nueva importancia. La réplica terrena de la Casa de Dios desaparecía, pero su arquetipo celestial era indestructible. Para los autores judíos, concretamente para Ezequiel, la Jerusalén celestial era eterna y volvería a tomar forma física en una ciudad terrena en el antiguo lugar sagrado y Dios moraría en medio de su pueblo en el mundo terreno. Esta nueva Jerusalén sería el paraíso terrenal: los que habitasen en ella gozarían de una intimidad perfecta con Dios; el pecado sería vencido y la muerte aniquilada en la victoria.” San Juan tenía una visión parecida, pero con una diferencia fundamental: una vez que se perdió el Arca de la Alianza, el debir del Templo de Jerusalén quedó vacío, pero Juan vio a Jesús, identificado con el mismo Dios, sentado en el trono celestial, por lo tanto, el evangelista describió su Nueva Jerusalén como hemos leido hoy en la liturgia.
Esta nueva Jerusalén, sin embargo, no era una simple ciudad en la que se erigiría un Templo para adorar a Dios, sino que la ciudad toda se había convertido en un Templo, al mismo tiempo que Dios era el Templo mismo, por lo que Juan explicó: “Pero Templo no vi en ella, pues el Señor, Dios todopoderoso, con el Cordero, era su templo.” Como en otras versiones proféticas, fue un ángel quien se encargó de mostrar a Juan la Ciudad Santa, uno “de los siete ángeles que tenían las siete copas, llenas de las siete últimas plagas”.
El 23 de noviembre de 1635 Alonso Cano se compromete mediante escritura pública a realizar un retablo dedicado a San Juan Evangelista para la iglesia del convento de Santa Paula de Sevilla, perteneciente a religiosas jerónimas. En esta obra resaltan más que en ningúna otra la expresividad y gracia de las manos de Cano, que aquí contribuyen decisivamente a la evocación de la escena. El ángel, de gran belleza y elegancia, es también un motivo predilecto del pintor, como se verá en algunas otras obras seleccionadas.
Aquí aparece un ángel agachado sobre San Juan, en un escorzo bien conseguido. Sus alas desplegadas y los extremos de su fina capa al viento crean un efecto especialmente barroco. La figura del evangelista, que porta una gruesa túnica blanca y una capa rosada, equilibra la composición, con una postura contrapuesta a la del ángel. El atrevido colorido del cuadro es también muy armónico, singular en la escuela española.
En los últimos años sevillanos el estilo de Alonso Cano es mucho más elegante. El ángel en concreto, parece no pertenecer a este mundo materia y es casi etereo. El color y la luz también han cambiado, distantes ya del tenebrismo inicial. Ahora se trata de luz natural, aunque sigue usando las sombras fuertes para acentuar los volúmenes. Los colores empleados, los malvas, azules, rosas, amarillos y verdes se armonizan delicadamente en una pincelada bastante más fluida. Anticipan la paleta y la técnica que Alonso Cano adoptará definitivamente en Madrid, influido por las obras de los venecianos.
Alonso Cano era granadino, no sevillano...
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