La Visitación, 1517. Obra de Giulio Romano; Giovanni Francesco Penni
Óleo sobre tabla, 200 cm x 145 cm
Museo del Prado, Madrid. Madrid
La Virgen María visita a su prima Isabel embarazada de San Juan, según relata el Nuevo Testamento (Lucas 1, 39-45), momento en el que la Virgen entona el Magníficat.
Beda el Venerable nos invita a meditar hoy, día en que la Iglesia celebra la Visitación con estas palabras del Magnificat, "Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi Espíritu en Dios, mi salvador. Con estas palabras, María reconoce en primer lugar los dones singulares que le han sido concedidos, pero alude también a los beneficios comunes con que Dios no deja nunca de favorecer al género humano.
Proclama la grandeza del Señor el alma de aquel que consagra todos sus afectos interiores a la alabanza y al servicio de Dios y, con la observancia de los preceptos divinos, demuestra que nunca echa en olvido las proezas de la majestad de Dios.
Se alegra en Dios, su salvador, el espíritu de aquel cuyo deleite consiste únicamente en el recuerdo de su creador, de quien espera la salvación eterna.
Estas palabras, aunque son aplicables a todos los santos, hallan su lugar más adecuado en los labios de la Madre de Dios, ya que ella, por un privilegio único, ardía en amor espiritual hacia aquel que llevaba corporalmente en su seno.
Ella con razón pudo alegrarse, más que cualquier otro santo, en Jesús, su salvador, ya que sabía que aquel mismo al que reconocía como eterno autor de la salvación había de nacer de su carne, engendrado en el tiempo, y había de ser, en una misma y única persona, su verdadero hijo y Señor.
Porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo. No se atribuye nada a sus méritos, sino que toda su grandeza la refiere a la libre donación de aquel que es por esencia poderoso y grande, y que tiene por norma levantar a sus fieles de su pequeñez y debilidad para hacerlos grandes y fuertes.
Muy acertadamente añade: Su nombre es santo, para que los que entonces la oían y todos aquellos a los que habían de llegar sus palabras comprendieran que la fe y el recurso a este nombre había de procurarles, también a ellos, una participación en la santidad eterna y en la verdadera salvación, conforme al oráculo profético que afirma: Cuantos invoquen el nombre del Señor se salvarán, ya que este nombre se identifica con aquel del que antes ha dicho: Se alegra mi Espíritu en Dios, mi salvador.
Por esto se introdujo en la Iglesia la hermosa y saludable costumbre de cantar diariamente este cántico de María en la salmodia de la alabanza vespertina, ya que así el recuerdo frecuente de la encarnación del Señor enardece la devoción de los fieles y la meditación repetida de los ejemplos de la Madre de Dios los corrobora en la solidez de la virtud. Y ello precisamente en la hora de Vísperas, para que nuestra mente, fatigada y tensa por el trabajo y las múltiples preocupaciones del día, al llegar el tiempo del reposo, vuelva a encontrar el recogimiento y la paz del espíritu.
En el cuadro que contemplamos las dos figuras se distinguen por su edad, María está representada como una muchacha joven mientras que Isabel, a la izquierda, es casi una anciana, resaltando el milagro de su estado de buena esperanza, según lo escrito en los textos bíblicos. La escena se desarrolla sobre un paisaje, al fondo del cual podemos observar un momento que tendrá lugar años después: el bautizo de Jesús por San Juan Bautista en el río Jordán. Esta obra fue diseñada por Rafael, que cobró 300 escudos, y delegó la ejecución de la pintura en sus ayudantes, Giulio Romano y el paisaje en Giovan Francesco Penni.
El cuadro fue encargado por Giovanni Branconio, protonotario apostólico, en representación de su padre, Marino Branconio, para la capilla familiar en la iglesia de San Silvestre de Aquila. En la elección del tema por Marino debió de ser decisivo el nombre de su esposa Isabel, y el de su hijo Juan.