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sábado, 31 de agosto de 2013

Van der Weiden. El Descendimiento


El Descendimiento. 1435. Rogier van der Weyden
Óleo sobre tabla. Medidas: 220cm x 262cm.
Museo del Prado. Madrid. España

Leemos hoy en el Martirologio Romano: En Jerusalén, conmemoración de los santos José de Arimatea y Nicodemo, que recogieron el cuerpo de Jesús bajado de la cruz y, envolviéndolo en una sábana, lo pusieron en el sepulcro. José, noble senador y discípulo del Señor, esperaba el reino de Dios, y Nicodemo, que era fariseo y principal entre los judíos, había ido de noche a ver a Jesús para preguntarle acerca de su misión y luego le defendió ante de pontífices y fariseos que buscaban su detención (s. I).

No es frecuente considerar la santidad de estos dos personajes, tan frecuentemente representados en el arte. Pero ellos estuvieron junto a Jesús en los momentos más dramáticos de su desenlace: su muerte, y las arriesgadas labores de su sepultura. Ambos mostraron una grandeza moral, perseverando junto a María cuanto todos habían abandonado al ajusticiado.

En el Museo del Prado se puede admirar una de las obras maestras de la pintura flamenca: el Descendimiento de Van der Weiden. Se trata de una obra conmovedora, que por sí misma misma justifica una visita a la pinacoteca.

El gran maestro de Tournai centra la composición en la Compassio Mariae, la pasión que experimenta la Virgen ante el sufrimiento y la muerte de su Hijo. Para traducirla en imágenes, el pintor escoge el momento en que José de Arimatea, Nicodemo y un ayudante sostienen en el aire el cuerpo de Jesús y María cae desmayada en el suelo sostenida por San Juan y una de las santas mujeres. José de Aritmatea y Nicodemo descuelgan el cadáver, cuya cabeza pende inerte, en paralelo a la de su Madre.

La riqueza de sus materiales -el azul del manto de María es uno de los lapislázulis más puros empleados en la pintura flamenca de la época- y sus grandes dimensiones, con las figuras casi a escala natural, evidencian ya lo excepcional de la obra. El espacio poco profundo, de madera dorada, en que Weyden representa a sus figuras y las tracerías pintadas de los extremos superiores -imitando también la madera dorada-, al igual que el remate rectangular del centro, las hacen semejar esculturas policromadas. Además, el engaño óptico se refuerza aún más por el fuerte sentido plástico que Weyden imprime a sus figuras, siguiendo el ejemplo de su maestro Robert Campin, como hace en todas sus obras tempranas. 

Weyden maneja con maestría las figuras representadas en un espacio limitado al fondo y en los extremos, donde los movimientos opuestos y complementarios de San Juan y la Magdalena cierran la composición. En el interior de ese espacio sobresale el juego de diagonales paralelas que diseñan los cuerpos de Cristo y de María, poniendo de manifiesto su doble pasión. Impactan los gestos, la contención con que se expresan los sentimientos y el juego de curvas y contra curvas que une a los personajes. 

La obra fue encargada por la Cofradía de los Ballesteros de Lovaina, hoy en Bélgica, para su capilla en la Iglesia de Nuestra Señora de Extramuros. En las esquinas superiores están representadas pequeñas ballestas. Adquirida por María de Hungría en el siglo XVI, pasa después a manos de su sobrino Felipe II. Éste la coloca en la capilla del Palacio de El Pardo hasta su entrega a El Escorial en 1574. Desde ese año estuvo allí hasta 1936 en que se trae al Museo Nacional del Prado, enviándose como contrapartida la copia de Michel Coxie.

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