Cristo Resucitado. S. XV. Ambrogio Bergognone
Fresco.
Capilla del Baptisterio
Basílica de San Ambrosío. Milán. Italia
El Dios eterno y absoluto se ha hecho presente en la historia de los hombres abriendo nuevos horizontes de vida. Los abre indirectamente, mediante esos valores “que valen más que la vida”. Pero también de forma directa, en la Revelación, en Jesús de Nazaret, que renunciando libremente a su vida por amor nos ha abierto el camino de la vida plena. Jesús no ironiza, pone de relieve con seriedad y agudeza lo absurdo de la fe en un Dios que nos condena a la muerte y, todo lo más, nos conserva en un recuerdo que no va a durar, pues, quitando unos pocos personajes históricos, “conservados” en las páginas de los libros de historia y en los nombres del callejero, ¿quién guarda memoria de nadie, poco más allá de sus abuelos? Y por muy grandilocuentes promesas que hagamos de “recordar para siempre”, también esa débil memoria desaparecerá cuando nosotros mismos seamos pronto olvidados. La única “memoria eterna” que tiene sentido real es la de permanecer en la mente de Dios, en comunión con Él. El Dios que se acuerda de Abraham, Isaac y Jacob es el Dios que no los deja tirados en cualquier esquina de la historia, sino el Dios que tras crear y darles la vida, los salva y los rescata de la muerte. Jesús, fortalece hoy nuestra esperanza. Y, por medio de las palabras de Pablo, nos hace entender que la esperanza de la que hablamos no es una pasiva espera de un “mundo futuro”, sino una fuerza para hacer “toda clase de obras buenas” que hacen presente ya hoy ese futuro de plenitud. Se trata, pues, de una esperanza que nos anima a entregarnos y a arriesgar por esos valores que valen más que los bienes, más que la vida, que nos enseña que el riesgo de hacer el bien no es hacer el primo, sino que merece la pena dar la vida por lo que es Real y Eterno. Todo bien procede de Dios, fuente de la vida. Sacrificar la vida por el bien es conectar con esa fuente, que por medio de Jesucristo ha plantado su tienda entre nosotros. En una palabra, podemos empezar a ser ya desde ahora “como ángeles”, portadores de la buena nueva de Dios, anunciadores con nuestras buenas obras de la presencia viva entre nosotros del Hijo de Dios, muerto y resucitado.
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