Comunión de una santa carmelita. XVII. Anónimo
Óleo sobre lienzo. Medidas: 226 cm x 164 cm.
Museo del Prado. Madrid. España
Recordamos hoy la santidad de santa Teresa del Niño Jesús, la santa carmelita de finales del siglo XIX. Hemos escogido con tal ocasión un lienzo anónimo, que perteneció al Convento del Carmen Calzado de Madrid, en el que se muestra a una santa carmelita comulgando.
A santa Teresa de Liseux dedicó el papa Benedicto XVI su Audiencia General de 6 de abril de 2011. Entre otras cosas, dijo:
Queridos amigos, también nosotros, con santa Teresa del Niño Jesús, deberíamos poder repetir cada día al Señor, que queremos vivir de amor a él y a los demás, aprender en la escuela de los santos a amar de una forma auténtica y total. Teresa es uno de los «pequeños» del Evangelio que se dejan llevar por Dios a las profundidades de su Misterio. Una guía para todos, sobre todo para quienes, en el pueblo de Dios, desempeñan el ministerio de teólogos. Con la humildad y la caridad, la fe y la esperanza, Teresa entra continuamente en el corazón de la Sagrada Escritura que contiene el Misterio de Cristo. Y esta lectura de la Biblia, alimentada con la ciencia del amor, no se opone a la ciencia académica. De hecho, la ciencia de los santos, de la que habla ella misma en la última página de la Historia de un alma, es la ciencia más alta: «Así lo entendieron todos los santos, y más especialmente los que han llenado el universo con la luz de la doctrina evangélica. ¿No fue en la oración donde san Pablo, san Agustín, san Juan de la Cruz, santo Tomás de Aquino, san Francisco, santo Domingo y tantos otros amigos ilustres de Dios bebieron aquella ciencia divina que cautivaba a los más grandes genios?» La Eucaristía, inseparable del Evangelio, es para Teresa el sacramento del Amor divino que se rebaja hasta el extremo para elevarnos hasta él. En su última Carta, sobre una imagen que representa a Jesús Niño en la Hostia consagrada, la santa escribe estas sencillas palabras: «Yo no puedo tener miedo a un Dios que se ha hecho tan pequeño por mí (...) ¡Yo lo amo! Pues él es sólo amor y misericordia» (Carta 266).
En el Evangelio Teresa descubre sobre todo la misericordia de Jesús, hasta el punto de afirmar: «A mí me ha dado su misericordia infinita, y a través de ella contemplo y adoro las demás perfecciones divinas (...). Entonces todas se me presentan radiantes de amor; incluso la justicia (y quizás más aún que todas las demás), me parece revestida de amor». Así se expresa también en las últimas líneas de la Historia de un alma: «Sólo tengo que poner los ojos en el santo Evangelio para respirar los perfumes de la vida de Jesús y saber hacia dónde correr... No me abalanzo al primer puesto, sino al último... Sí, estoy segura de que, aunque tuviera sobre la conciencia todos los pecados que pueden cometerse, iría, con el corazón roto de arrepentimiento, a echarme en brazos de Jesús, pues sé cómo ama al hijo pródigo que vuelve a él». «Confianza y amor» son, por tanto, el punto final del relato de su vida, dos palabras que, como faros, iluminaron todo su camino de santidad para poder guiar a los demás por su mismo «caminito de confianza y de amor», de la infancia espiritual. Confianza como la del niño que se abandona en las manos de Dios, inseparable del compromiso fuerte, radical, del verdadero amor, que es don total de sí mismo, para siempre, como dice la santa contemplando a María: «Amar es darlo todo, darse incluso a sí mismo». Así Teresa nos indica a todos que la vida cristiana consiste en vivir plenamente la gracia del Bautismo en el don total de sí al amor del Padre, para vivir como Cristo, en el fuego del Espíritu Santo, su mismo amor por todos los demás.
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