La Crucifixión. 1340. Pietro Lorenzetti
Témpera y oro sobre tabla. Medidas: 35 cm x 25 cm.
Museo Metropolitano de Nueva York
Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
Leemos este año en el Cuarto Domingo de Cuaresma el fragmento del Evangelio según san Juan, en el que se consigna el diálogo entre Jesús y Nicodemo. Jesús utiliza una imagen del Antiguo Testamento: a causa de sus infidelidades en el desierto, Dios envió serpientes que picaron y mataron a muchos israelitas. Moisés le suplicó que aplacase su castigo, y Dios le mandó levantar sobre un asta a una serpiente de bronces, a cuya visión quedarían curados los enfermos. De la misma forma, Jesús afirma de sí mismo que será crucificado, y que dicho sacrificio implicará la salvación para cuantos crean en él.
Hemos escogido para nuestra meditación una exquisita Crucifixión del pintor Pietro Lorenzetti. Nació y murió en Siena. Su formación debió completarse con Duccio di Buoninsegna, para proseguir después en el gran taller de la Basílica de San Francisco de Asís, con Giotto y Simone Martini; esto lo llevó a desarrollar un lenguaje figurativo autónomo que sintetizaba el arte sienés con el lenguaje de Giotto. Sus principales influencias fueron Giovanni Pisano y Giotto. Sobre el fondo dorado destaca la intensidad de los colores y el dramatismo de la escena, que tienen como centros visuales la sangre que brota del costado de Cristo, y la Madre del Señor, vestida en tonos azules, asistida por las santas mujeres y san Juan.
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