Crucificado entre Santiago el Menor, Felipe y Francisco. 1625. Giovanni Battista Crespi
Óleo sobre lienzo 360 x 180 cm. Seveso
Seminario Arzobispal de Seveso, Milan. Italia
Cuando nos detenemos frente a un cuadro como éste se reconoce la belleza. Pero esta constatación, se enfrentan a un problema: ¿cómo podemos decir que un crucifijo es hermoso?, ¿dónde está la belleza frente a un cuerpo clavado en la cruz y condenado a una muerte terrible? La respuesta simple es atribuir a la habilidad del pintor con su fina pincelada, colores intensos, los movimientos armoniosos. Pero esto no es suficiente, si fuese sólo una cuestión de forma, la belleza quedaría cerrada y sellada en una escenografía tan atormentada como vacía, y al fin, desesperada.
La belleza, sin embargo, se proclama, se abre, podríamos decir que se desparrama. Anticipa lo que el mundo simplemente no puede dar. La belleza es la promesa que supera la prueba y sigue siendo cierta a pesar de las heridas infligidas por el último y más implacable enemigo: la muerte. La belleza, enseñan los filósofos medievales, es el esplendor de la verdad. Y nada es más cierto de una vida entregada en la caridad. Esto es lo que vemos frente a un crucifijo. Aunque Jesús era igual a Dios, se hizo semejante a los hombres, y tomó consigo su humanidad tan profundamente que, en la cruz, su vida ha sucumbido a la muerte. La Muerte, sin embargo, no tenía la última palabra. Cristo ha encarnado el amor de caridad y dio su vida por los hombres y los encomendó a los brazos del Padre. Incluso si la muerte fue capaz de afectar a la vida, sin embargo, no ha destruido el amor que rige y gobierna su vida y de esto da testimonio el mismo Cristo resucitado.
Aquí, pues, podemos encontrar una respuesta a nuestra pregunta inicial. Una obra de arte comunica belleza cuando contiene esta promesa: el amor, capaz de darse así no sucumbe. Y una obra de arte, cuando es proclamación cristiana, va todavía mas allá en profundidad, diciéndonos que esta vida, esta belleza, esta verdad se ha hecho visibles, como primicia, en el cuerpo, en el rosto de Cristo. La belleza es la promesa y,por tanto, pide tiempo. El cuerpo fijo en la cruz brilla con una luz blanca que anticipa a los ojos de la fe, el cuerpo transfigurado del Resucitado.
San Felipe, a la derecha del lienzo, mirando a los ojos a los que llegan antes de la pintura, abre una brecha, crea una continuidad de tiempo y espacio entre el espectador y el crucifijo. Llama a los fieles al Gólgota y los convierte en peregrinos. Es una invitación a emprender un camino de conversión.
Santiago el menor, a la izquierda de la cruz, contempla el misterio del amor de Dios que se hace visible en la obediencia del Hijo, en la oscuridad del Viernes Santo surge la luz; en el grito emitido desde la cruz se reconoce a la Palabra que hace nuevas todas las cosas. La belleza no es un ideal, sino una persona, un cuerpo a tocar, acariciar, a admirar, a contemplar.
San Francisco, casi oculto, humildes, se arrodilla y besa el árbol. Después de la conversión que purifica, después de la contemplación que ilumina el corazón. El tercero santo de la escena, el santo con los estigmas, el "alter Christus" , señala el camino de la unión con Dios, la forma en que se ha de transformar nuestra vida y hacer que sea fructífera.
La belleza es la promesa y, por lo tanto, pide tiempo. El tiempo que se hace carne e historia, de modo que el corazón pueda estar abierto a la conversión, para que la historia esté abierta a la gracia.
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