Oleo sobre lienzo 97 x 130 cm.
Ni con promesas ni con amenazas pudieron hacerle renunciar a
la religión de Jesucristo. Y por esto fue condenado a morir a saetazos, atado a
un palo, muy cerca del palacio del emperador. Las flechas fueron hiriendo su
cuerpo y llenándolo de sangre. Los arqueros disparaban sin cesar y sin
equivocar un solo disparo. Pero Sebastián iba sonriendo y tenía los ojos
brillantes de una alegría celeste. Por fin los cerró, y su cabeza y cuerpo
cayeron desfallecidos. Los verdugos lo dejaron, creyéndole muerto...
Sin embargo, vivía aún. Una santa mujer, llamada Irene, hizo
retirar su cuerpo para darle sepultura; pero viendo que respiraba, lo hizo
llevar a su casa, donde reanimarlo, curándose en pocos días todas sus heridas.
Entonces, en vez de esconderse, presentóse con más valor que antes al emperador
Diocleciano, que se llenó de pánico al verle, pues le creía ya muerto y
sepultado. El Santo Mártir proclamó ante él su fe y le reprendió por su
crueldad. Indignado Diocleciano, le echó de su presencia, mandando que fuese
azotado hasta una muerte cierta.
Así se cumplió. Y para impedir que los fieles lo sepultasen,
echóse el cadáver en una cloaca. Pero Santa Lucina tuvo por la noche una
visión, en la que el propio Mártir le dijo dónde estaba su cuerpo y dónde
quería se le enterrase. La santa cumplió el encargo; y el glorioso héroe fue
enterrado en unas catacumbas, sobre las cuales edificóse, y existe todavía, una
iglesia en honor suyo.
Es invocado San Sebastián universalmente como protector
contra la peste. Así lo hace constar la inscripción de su sepulcro: «A
Sebastián, mártir y campeón de Cristo, defensor de la Iglesia, terror de la
peste».
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