Cristo y la samaritana. 1310. Duccio di Buoninsegna
Temple y oro sobre tabla. Medidas: 43,5cm x 46cm.
Colección Thyssen-Bornemisza. Madrid. España
La liturgia del tercer domingo de Cuaresma se centra en la página del Evangelio de san Juan del diálogo de Jesús con la samaritana: Jesús se manifiesta como Dios, que se ofrece a los hombres como agua que nos quita por siempre la sed y como agua que limpia nuestros pecados. Para ilustrar la escena, hemos escogido una obra maestra del Trecento italiano, pintada por Ducio di Buoninsegna.
Esta pequeña tabla formaba parte de la predela de la Maestá, altar encargado a Duccio para el Duomo de Siena. Este gran conjunto fue desmembrado hacia 1771 y, aunque la mayor parte se conserva en el Museo dell'Opera del Duomo (Siena), las otras tablas pasaron a colecciones privadas y museos.
La escena representa a Cristo sentado en el brocal del pozo de Jacob, hacia allí se dirige la samaritana portando un cántaro en la cabeza; la comunicación entre ambos se realiza mediante gestos. A la derecha, un grupo de discípulos observa la escena enmarcados por un fondo arquitectónico -la ciudad de Samaria, llamada Sicar- en un intento de dar profundidad espacial a la pintura. Esta tabla de Duccio es una evidencia temprana de la evolución del arte del Trecento hacia patrones de mayor naturalismo, carácter narrativo y preocupación por el espacio.
San Agustín de Hipona, en su Comentario al Evangelio de san Juan, considera en esa mujer a la Iglesia, que aún no es santa, pero está en camino de serlo. Éstas son sus palabras:
Llega una mujer. Se trata aquí de una figura de la Iglesia, no santa aún, pero sí a punto de serlo; de esto, en efecto, habla nuestra lectura. La mujer llegó sin saber nada, encontró a Jesús, y él se puso a hablar con ella. Veamos cómo y por qué. Llega una mujer de Samaria a sacar agua.
Los samaritanos no tenían nada que ver con los judíos; no eran del pueblo elegido. Y esto ya significa algo: aquella mujer, que representaba a la Iglesia, era una extranjera, porque la Iglesia iba a ser constituida por gente extraña al pueblo de Israel.
Pensemos, pues, que aquí se está hablando ya de nosotros: reconozcámonos en la mujer, y, como incluidos en ella, demos gracias a Dios. La mujer no era más que una figura, no era la realidad; sin embargo, ella sirvió de figura, y luego vino la realidad. Creyó, efectivamente, en aquel que quiso darnos en ella una figura. Llega, pues, a sacar agua.
Jesús le dice: «Dame de beber». Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida. La samaritana le dice: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?». Porque los judíos no se tratan con los samaritanos.
Ved cómo se trata aquí de extranjeros: los judíos no querían ni siquiera usar sus vasijas. Y como aquella mujer llevaba una vasija para sacar el agua, se asombró de que un judío le pidiera de beber, pues no acostumbraban a hacer esto los judíos. Pero aquel que le pedía de beber tenía sed, en realidad, de la fe de aquella mujer.
Fíjate en quién era aquel que le pedía de beber: Jesús le contestó: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te pide de beber, le pedirias tú, y él te daría agua viva».
Le pedía de beber, y fue él mismo quien prometió darle el agua. Se presenta como quien tiene indigencia, como quien espera algo, y le promete abundancia, como quien está dispuesto a dar hasta la saciedad. Si conocieras –dice–el don de Dios. El don de Dios es el Espíritu Santo. A pesar de que no habla aún claramente a la mujer, ya va penetrando, poco a poco, en su corazón y ya la está adoctrinando. ¿Podría encontrarse algo más suave y más bondadoso que esta exhortación? Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te pide de beber, le pedirias tú, y él te daría agua viva. ¿De qué agua iba a darle, sino de aquella de la que está escrito: En ti está la fuente viva? Y ¿cómo podrán tener sed los que se nutren de lo sabroso de tu casa?
De manera que le estaba ofreciendo un manjar apetitoso y la saciedad del Espíritu Santo, pero ella no lo acababa de entender; y como no lo entendía, ¿qué respondió? La mujer le dice: «Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla». Por una parte, su indigencia la forzaba al trabajo, pero, por otra, su debilidad rehuía el trabajo. Ojalá hubiera podido escuchar: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Esto era precisamente lo que Jesús quería darle a entender, para que no se sintiera ya agobiada; pero la mujer aún no lo entendía.
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