San Romualdo. 1640. Guercino
Óleo sobre lienzo. Medidas: 292 cm x 184 cm.
Pinacoteca Municipal de Ravena
Celebramos hoy la memoria de uno de los santos reformadores del monacato medieval: san Romualdo, fundador de los monjes camaldulenses. De la noble familia de los Onesti, duque de Rávena, en Italia, nació por el año 950. Su juventud fue un tanto alocada y se entregó a los placeres que le proporcionaba el mundo, aunque parece que a pesar de ello siempre sentía en su interior como una voz misteriosa que le empujaba a seguir la llamada de Dios. Yendo en cierta ocasión de cacería, se paró a contemplar unos árboles y exclamó: ¡Felices aquellos antiguos eremitas que elegían por morada lugares solitarios como éste! ¡Con qué tranquilidad podían servir a Dios, apartados por completo del mundo!.
La hora de Dios le llega cuando menos lo esperaba. Su padre, llamado Sergio, llevaba también una vida mundana y en cierta ocasión lanzó un duelo a uno de sus parientes y obligó al joven Romualdo a ser testigo del mismo. En el duelo murió su pariente. Tanto sufrió en aquel duelo y tanto le horrorizó que decidió abandonar el mundo y entregarse de lleno a Dios en una durísima vida de penitencia.
Abandonado el mundo, se retiró a un convento benedictino cerca de Rávena. Su rigurosa penitencia y su fiel observancia pronto fue como un látigo que continuamente fustigaba a más de uno de aquellos religiosos que llevaban más bien una vida poco digna. Comprendiendo que su presencia allí no era del agrado de todos, abandonó el convento y se retiró a un desierto donde se puso a las órdenes de un tal Marino, de modales rudos y rigurosos, y a quienes le seguían les obligaba a durísimas penitencias. Romualdo se entregó de lleno a la oración, y maceración de su cuerpo…
Su padre Sergio, al oír contar maravillas de su hijo, sintió también arrepentimiento de sus pecados y se retiró asimismo a un desierto para hacer penitencia. Después de cierto tiempo las tentaciones lo hacían titubear… Al enterarse de ello su hijo Romualdo, acudió presuroso al lado de su padre para ayudarle en la prueba de la cual salió airoso.
La vida de Romualdo durante más de treinta años fue prodigio de penitencia, de oración y de milagros. Eran muchos los que deseaban seguir a su lado y recibir su orientación. Alguien ha dicho que lo que fue la Orden de Cluny para Francia fue la Camáldula – fundada por San Romualdo – para Italia. Se le puede apellidar como el gran reformador del monacato, gran cenobita, anacoreta y fugoso predicador de la doctrina de Jesucristo. Al oírlo, muchos abandonaban su vida de pecado y trataban de seguir sus huellas.
Eran gentes sencillas y famosos pecadores los que acudían a ponerse a sus pies. Reyes y príncipes, como Otón III. El mismo rey San Esteban al arrojarse a sus pies exclamó: “¡Oh, si mi alma estuviera en tu bendito cuerpo!” Todos se admiraban cómo era posible que su cuerpo resistiera tan dura penitencia.
Cuando presentía que su hora se acercaba, se retiró a un lugar solitario prohibiendo que nadie le siguiera. Allí, en una cueva muy angosta se entregó a la más dura penitencia y trato amoroso con el Señor. Poco después vieron salir unos resplandores de su cueva… Eran los ángeles que llevaban el alma de su Padre espiritual San Romualdo al cielo. San Pedro Damián nos dejó una preciosa biografía de nuestro Santo, digno de ser imitado y en algunas virtudes sólo admirado. Era el 19 de junio de 1027.
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