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miércoles, 10 de mayo de 2017

Subleyras. San Juan de Ávila

San Juan de Ávila. 1746. Pierre Subleyras
Óleo sobre lienzo, 136 x 98 cm.
 Museo de Birmingham. Gran Bretaña

Celebramos hoy la fiesta de san Juan de Avila, el célebre doctor de la Iglesia hispana del siglo XVI. El año pasado recogimos su biografía en una entrada que glosaba su retrato, atribuido a El GrecoEste año hemos escogido una obra de un autor del barroco francés tardío: Pierre Subleyras. Cuando la Causa de beatificación y canonización del Maestro dio el considerable paso de que la Congregación de Ritos aprobase sus escritos el 2 de abril de 1746, el Postulador fray Diego de Revilla encargó un retrato a Subleyras, amigo suyo.

El cuadro representa al Maestro Ávila como predicador en el púlpito. Está vestido con un roquete blanco; sostiene un crucifijo en la mano derecha, como expresión del tema fundamental de sus sermones. En el balaustre del púlpito se lee: “VENER. MAG. JOANNES DE ÁVILA ANDALUCIE APOST. OBIIT MONTILIAE DIE X MAII AN. MDLXIX” (el venerable maestro Juan de Ávila, apóstol de Andalucía, murió en Montilla el 10 de mayo de 1569).

Cuando el 7 de octubre de 2012 fue proclamado doctor de la Iglesia, junto con santa Hildegarda de Bingen, dijo de él el papa Benedicto XVI en su homilía: 

A este respecto, nos paramos un momento para admirar a los dos santos que hoy han sido agregados al grupo escogido de los doctores de la Iglesia. San Juan de Ávila vivió en el siglo XVI. Profundo conocedor de las Sagradas Escrituras, estaba dotado de un ardiente espíritu misionero. Supo penetrar con singular profundidad en los misterios de la redención obrada por Cristo para la humanidad. Hombre de Dios, unía la oración constante con la acción apostólica.

Se dedicó a la predicación y al incremento de la práctica de los sacramentos, concentrando sus esfuerzos en mejorar la formación de los candidatos al sacerdocio, de los religiosos y los laicos, con vistas a una fecunda reforma de la Iglesia.

sábado, 10 de mayo de 2014

Subleyras. San Juan de Ávila

San Juan de Ávila. 1746. Pierre Subleyras
Óleo sobre lienzo, 136 x 98 cm.
 Museo de Birmingham. Gran Bretaña

Celebramos hoy la fiesta de san Juan de Avila, el célebre doctor de la Iglesia hispana del siglo XVI. El año pasado recogimos su biografía en una entrada que glosaba su retrato, atribuido a El Greco. Este año hemos escogido una obra de un autor del barroco francés tardío: Pierre Subleyras. Cuando la Causa de beatificación y canonización del Maestro dio el considerable paso de que la Congregación de Ritos aprobase sus escritos el 2 de abril de 1746, el Postulador fray Diego de Revilla encargó un retrato a Subleyras, amigo suyo.

El cuadro representa al Maestro Ávila como predicador en el púlpito. Está vestido con un roquete blanco; sostiene un crucifijo en la mano derecha, como expresión del tema fundamental de sus sermones. En el balaustre del púlpito se lee: “VENER. MAG. JOANNES DE ÁVILA ANDALUCIE APOST. OBIIT MONTILIAE DIE X MAII AN. MDLXIX” (el venerable maestro Juan de Ávila, apóstol de Andalucía, murió en Montilla el 10 de mayo de 1569).

Cuando el 7 de octubre de 2012 fue proclamado doctor de la Iglesia, junto con santa Hildegarda de Bingen, dijo de él el papa Benedicto XVI en su homilía: 

A este respecto, nos paramos un momento para admirar a los dos santos que hoy han sido agregados al grupo escogido de los doctores de la Iglesia. San Juan de Ávila vivió en el siglo XVI. Profundo conocedor de las Sagradas Escrituras, estaba dotado de un ardiente espíritu misionero. Supo penetrar con singular profundidad en los misterios de la redención obrada por Cristo para la humanidad. Hombre de Dios, unía la oración constante con la acción apostólica.

Se dedicó a la predicación y al incremento de la práctica de los sacramentos, concentrando sus esfuerzos en mejorar la formación de los candidatos al sacerdocio, de los religiosos y los laicos, con vistas a una fecunda reforma de la Iglesia.

domingo, 16 de junio de 2013

Cristo en casa de Simón


Cristo en casa de Simón, 1737. Obra de Pierre Subleyras
Óleo sobre lienzo,  51 x 122 cm

Un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa. ¡Oh gracia inenarrable!, ¡oh inefable bondad! El es médico y cura todas las enfermedades, para ser útil a todos: buenos y malos, ingratos y agradecidos. Por lo cual, invitado ahora por un fariseo, entra en aquella casa hasta el momento repleta de males. Dondequiera que moraba un fariseo, allí había un antro de maldad, una cueva de pecadores, el aposento de la arrogancia. Pero aunque la casa de aquel fariseo reuniese todas estas condiciones, el Señor no desdeñó aceptar la invitación. Y con razón.

Accede prontamente a la invitación del fariseo, y lo hace con delicadeza, sin reprocharle su conducta: en primer lugar, porque quería santificar a los invitados, y también al anfitrión, a su familia y la misma esplendidez de los manjares; en segundo lugar, acepta la invitación del fariseo porque sabía que iba a acudir una meretriz y había de hacer ostensión de su férvido y ardiente anhelo de conversión, para que, deplorando ella sus pecados en presencia de los letrados y los fariseos, le brindara oportunidad de enseñarles a ellos cómo hay que aplacar a Dios con lágrimas por los pecados cometidos.

Y una mujer de la ciudad, una pecadora dice, colocándose detrás, junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas. Alabemos, pues, a esta mujer que se ha granjeado el aplauso de todo el mundo. Tocó aquellos pies inmaculados, compartiendo con Juan el cuerpo de Cristo. Aquél, efectivamente, se apoyó sobre el pecho, de donde sacó la doctrina divina; ésta, en cambio, se abrazó a aquellos pies que por nosotros recorrían los caminos de la vida.

Por su parte, Cristo que no se pronuncia sobre el pecado, pero alaba la penitencia; que no castiga el pasado, sino que sondea el porvenir, haciendo caso omiso de las maldades pasadas, honra a la mujer, encomia su conversión, justifica sus lágrimas y premia su buen propósito; en cambio, el fariseo, al ver el milagro queda desconcertado y, trabajado por la envidia, se niega a admitir la conversión de aquella mujer: más aún, se desata en improperios contra la que así honraba al Señor, arroja el descrédito contra la dignidad del que era honrado, tachándolo de ignorante: Si éste fuera profeta, sabría quién es esta mujer que le está tocando.

Jesús, tomando la palabra, se dirige al fariseo enfrascado en tal tipo de murmuraciones: Simón, tengo algo que decirte. ¡Oh gracia inefable!, ¡oh inenarrable bondad! Dios y el hombre dialogan: Cristo plantea un problema y traza una norma de bondad, para vencer la maldad del fariseo. El respondió: Dímelo, maestro. Un prestamista tenía dos deudores. Fíjate en la sabiduría de Dios: ni siquiera nombra a la mujer, para que el fariseo no falsee intencionadamente la respuesta. Uno dice le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, les perdonó a los dos. Perdonó a los que no tenían, no a los que no querían: una cosa es no tener y otra muy distinta no querer. Un ejemplo: Dios no nos pide otra cosa que la conversión: por eso quiere que estemos siempre alegres y nos demos prisa en acudir a la penitencia. Ahora bien, si teniendo voluntad de convertirnos, la multitud de nuestros pecados pone de manifiesto lo inadecuado de nuestro arrepentimiento, no porque no queremos sino porque no podemos, entonces nos perdona la deuda. Como no tenían con qué pagar, les perdonó a los dos.

¿Cuál de los dos lo amará más? Simón contestó: Supongo que aquel a quien le perdonó más. Jesús le dijo: Has juzgado rectamente. Y volviéndose a la mujer, dijo a Simón: ¿Ves a esta mujer pecadora, a la que tú rechazas y a la que yo acojo? Desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Por eso te digo, sus muchos pecados están perdonados. Porque tú, al recibirme como invitado, no me honraste con un beso, no me perfumaste con ungüento; ésta, en cambio, que impetró el olvido de sus muchos pecados, me ha hecho los honores hasta con sus lágrimas.

Por tanto, todos los aquí presentes, imitad lo que habéis oído y emulad el llanto de esta meretriz. Lavaos el cuerpo no con el agua, sino con las lágrimas; no os vistáis el manto de seda, sino la incontaminada túnica de la continencia, para que consigáis idéntica gloria, dando gracias al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. A él la gloria, el honor y la adoración, con el Padre y el Espíritu Santo ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.

Anfiloquio de Iconio, Homilía sobre la mujer pecadora (PG 61, 745-751)