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domingo, 12 de junio de 2016

Rubens. Fiesta en casa de Simón el Fariseo

Fiesta de Simón el Fariseo. 1618. Rubens
Óleo sobre lienzo. Medidas: 189 cm x 285 cm.
Museo del Hermitage. San Petersburgo

En aquel tiempo, un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa. Y una mujer de la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino con un frasco de perfume y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con el perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado se dijo: «Si éste fuera profeta, sabría quién es esta mujer que lo está tocando y lo que es: una pecadora.» 

Leemos este domingo este fragmento del Evangelio de san Lucas, en el que Jesús es invitado a casa de Simón el Fariseo; al sentarse a la mesa, la pecadora le limpia los pies con su llanto y se los seca con sus cabellos. Será el triunfo del amor y del arrepentimiento sobre la seca justicia del fariseo.

Rubens retrató esta escena en un cuadro lleno de personajes y de colorido, dispuesto en torno a una mesa, ante la cual aparece arrodillada la mujer pecadora.

jueves, 18 de septiembre de 2014

Dieric Bouts. Cristo en la casa de Simón

Cristo en la casa de Simón. 1440. Dieric Bouts
Óleo sobre tabla. Medidas: 40 cm x 61 cm.
Museo Estatal. Berlín

El Evangelio que nos propone la liturgia de este día nos narra la escena de Jesús, que entra a cenar en la casa del fariseo Simón. Una pecadora se pone a sus pies, se los lava con sus lágrimas y se los enjuga con sus cabellos. El contraste queda establecido entre el fariseo, que duda de Jesús por no reconocer la condición pecadora de la mujer, y el Señor, que otorga su perdón a quien le ha amado.

Hemos escogido una tabla de Dieric Bouts. Este autor neerlandés  tiene cierta rigidez primitiva en el dibujo, pero sus pinturas son altamente expresivas, bien diseñadas y ricas en color. En la escena, aparecen cuatro personajes sentados a la mesa: Jesús, al lado del cual está Simón el fariseo; y dos personajes más, uno maduro y otro joven, que podríamos identificar como Pedro y Juan. A los pies de Jesús una mujer, junto a la cual hay varios frascos de perfumes, enjuga los pies de Jesús. Otro personaje orante, posiblemente el autor del encargo de la obra, está arrodillado en oración frente a la mujer, vestido con un hábito de color blanco.

domingo, 16 de junio de 2013

Cristo en casa de Simón


Cristo en casa de Simón, 1737. Obra de Pierre Subleyras
Óleo sobre lienzo,  51 x 122 cm

Un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa. ¡Oh gracia inenarrable!, ¡oh inefable bondad! El es médico y cura todas las enfermedades, para ser útil a todos: buenos y malos, ingratos y agradecidos. Por lo cual, invitado ahora por un fariseo, entra en aquella casa hasta el momento repleta de males. Dondequiera que moraba un fariseo, allí había un antro de maldad, una cueva de pecadores, el aposento de la arrogancia. Pero aunque la casa de aquel fariseo reuniese todas estas condiciones, el Señor no desdeñó aceptar la invitación. Y con razón.

Accede prontamente a la invitación del fariseo, y lo hace con delicadeza, sin reprocharle su conducta: en primer lugar, porque quería santificar a los invitados, y también al anfitrión, a su familia y la misma esplendidez de los manjares; en segundo lugar, acepta la invitación del fariseo porque sabía que iba a acudir una meretriz y había de hacer ostensión de su férvido y ardiente anhelo de conversión, para que, deplorando ella sus pecados en presencia de los letrados y los fariseos, le brindara oportunidad de enseñarles a ellos cómo hay que aplacar a Dios con lágrimas por los pecados cometidos.

Y una mujer de la ciudad, una pecadora dice, colocándose detrás, junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas. Alabemos, pues, a esta mujer que se ha granjeado el aplauso de todo el mundo. Tocó aquellos pies inmaculados, compartiendo con Juan el cuerpo de Cristo. Aquél, efectivamente, se apoyó sobre el pecho, de donde sacó la doctrina divina; ésta, en cambio, se abrazó a aquellos pies que por nosotros recorrían los caminos de la vida.

Por su parte, Cristo que no se pronuncia sobre el pecado, pero alaba la penitencia; que no castiga el pasado, sino que sondea el porvenir, haciendo caso omiso de las maldades pasadas, honra a la mujer, encomia su conversión, justifica sus lágrimas y premia su buen propósito; en cambio, el fariseo, al ver el milagro queda desconcertado y, trabajado por la envidia, se niega a admitir la conversión de aquella mujer: más aún, se desata en improperios contra la que así honraba al Señor, arroja el descrédito contra la dignidad del que era honrado, tachándolo de ignorante: Si éste fuera profeta, sabría quién es esta mujer que le está tocando.

Jesús, tomando la palabra, se dirige al fariseo enfrascado en tal tipo de murmuraciones: Simón, tengo algo que decirte. ¡Oh gracia inefable!, ¡oh inenarrable bondad! Dios y el hombre dialogan: Cristo plantea un problema y traza una norma de bondad, para vencer la maldad del fariseo. El respondió: Dímelo, maestro. Un prestamista tenía dos deudores. Fíjate en la sabiduría de Dios: ni siquiera nombra a la mujer, para que el fariseo no falsee intencionadamente la respuesta. Uno dice le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, les perdonó a los dos. Perdonó a los que no tenían, no a los que no querían: una cosa es no tener y otra muy distinta no querer. Un ejemplo: Dios no nos pide otra cosa que la conversión: por eso quiere que estemos siempre alegres y nos demos prisa en acudir a la penitencia. Ahora bien, si teniendo voluntad de convertirnos, la multitud de nuestros pecados pone de manifiesto lo inadecuado de nuestro arrepentimiento, no porque no queremos sino porque no podemos, entonces nos perdona la deuda. Como no tenían con qué pagar, les perdonó a los dos.

¿Cuál de los dos lo amará más? Simón contestó: Supongo que aquel a quien le perdonó más. Jesús le dijo: Has juzgado rectamente. Y volviéndose a la mujer, dijo a Simón: ¿Ves a esta mujer pecadora, a la que tú rechazas y a la que yo acojo? Desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Por eso te digo, sus muchos pecados están perdonados. Porque tú, al recibirme como invitado, no me honraste con un beso, no me perfumaste con ungüento; ésta, en cambio, que impetró el olvido de sus muchos pecados, me ha hecho los honores hasta con sus lágrimas.

Por tanto, todos los aquí presentes, imitad lo que habéis oído y emulad el llanto de esta meretriz. Lavaos el cuerpo no con el agua, sino con las lágrimas; no os vistáis el manto de seda, sino la incontaminada túnica de la continencia, para que consigáis idéntica gloria, dando gracias al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. A él la gloria, el honor y la adoración, con el Padre y el Espíritu Santo ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.

Anfiloquio de Iconio, Homilía sobre la mujer pecadora (PG 61, 745-751)