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domingo, 12 de abril de 2015

Caravaggio. La incredulidad de Tomás

La incredulidad de Tomás, 1602. Caravaggio
Óleo sobre lienzo, Medidas: 107x 146 cm
Palacio de Sanssouci, Potsdam, Alemania

El segundo domingo de Pascua leemos, tal como sucedió aquel día una semana después de la Resurrección del Señor, el relato de la duda de Tomás, según el evangelio de san Juan. Tomás se niega a creer en al Resurrección, y pide poder meter su mano en la llaga del costado del Señor.

Caravaggio pintó este tema para la familia Giuliani, que lo mantuvo en su colección hasta que pasó al Neue Palais de Postdam. Caravaggio ha ejecutado una composición que converge completamente en el punto de la llaga con el dedo metido, de tal modo que la atención de los personajes del lienzo y la de los espectadores contemporáneos se ve irremisiblemente atraída por esta prueba física. El habitual naturalismo descarnado de Caravaggio se vuelve aquí casi de sentido científico: la luz fría cae en fogonazos irregulares sobre las figuras, iluminando el cuerpo de Cristo con un tono amarillento, que le hace aparecer como un cadáver, envuelto aún en el sudario (no es una túnica). El pecho todavía está hundido y pareciera que la muerte se resiste a dejarlo marchar al mundo de los vivos, manteniendo sus huellas en el cuerpo de Jesús.

domingo, 7 de abril de 2013

La incredulidad de Santo Tomás


La incredulidad de Santo Tomás, 1641 - 1649 Obra de Matthias Stom
Óleo sobre lienzo, 125 x 99 cm
Museo del PradoMadrid. España

El tema está tomado del Evangelio de San Juan (20, 24-28) que hoy Domingo II  de Pascua leemos en la liturgia. La representación corresponde al momento en el que al Apóstol Tomás introduce sus dedos en la llaga del costado derecho de Cristo para cerciorarse de su resurrección.

San Agustín se refiere a este acontecimiento en estos términos:

Vuestra santidad sabe tan bien como yo que nuestro Señor y Salvador Jesucristo es el médico de nuestra salud eterna, y que asumió la enfermedad de nuestra naturaleza, para que nuestra enfermedad no fuera sempiterna. Asumió, en efecto, un cuerpo mortal, para en él matar la muerte. Y si es verdad que fue crucificado por nuestra debilidad, como dice el Apóstol, vive ahora por la fuerza de Dios.

Del mismo Apóstol son estas palabras: Ya no muere más, la muerte ya no tiene dominio sobre él. Todo esto es bien conocido de vuestra fe. Pero debemos también saber que todos los milagros que obró en los cuerpos tienen por blanco el hacernos llegar a lo que ni pasa ni tendrá fin. Devolvió a los ciegos unos ojos que un día había de cerrar la muerte; resucitó a Lázaro, que nuevamente debería morir. Y todo cuanto hizo por la salud de los cuerpos, no lo hizo para hacerlos inmortales, bien que tuviera la intención de otorgar incluso a los cuerpos, al final de los tiempos, la salud eterna. Pero como no eran creídas las maravillas invisibles, quiso, por medio de acciones visibles y temporales, levantar la fe hacia las cosas invisibles.

Nadie, pues, diga, hermanos, que en la actualidad ya no obra nuestro Señor Jesucristo los milagros que antes hacía y, en consecuencia, prefiera los primeros tiempos de la Iglesia a los presentes; pues en cierto lugar el mismo Señor pone a los que creen sin ver sobre los que creyeron por haber visto. En efecto, la fe de los discípulos era por entonces en tal modo vacilante, que, aun viendo resucitado al Maestro, necesitaron palparle para creer.

No les bastó verlo con los propios ojos: quisieron palpar con las manos su cuerpo y las cicatrices de las recientes heridas; hasta el punto de que el discípulo que había dudado, tan pronto como tocó y reconoció las cicatrices, exclamó: ¡Señor mío y Dios mío! Aquellas cicatrices eran las credenciales del que había curado las heridas de los demás.

¿No podía el Señor resucitar sin las cicatrices? Sin duda, pero sabía que en el corazón de sus discípulos quedaban heridas, que habrían de ser curadas por las cicatrices conservadas en su cuerpo. Y ¿qué respondió el Señor al discípulo que, reconociéndole por su Dios, exclamó: Señor mío y Dios mío? Le dijo: ¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.

¿A quiénes llamó dichosos, hermanos, sino a nosotros? Y no solamente a nosotros, sino a todos los que vengan después de nosotros. Porque no mucho tiempo después, habiéndose alejado de sus ojos mortales para fortalecer la fe en sus corazones, cuantos en adelante creyeron en él, creyeron sin verle, y su fe tuvo gran mérito: para conquistar esa fe, movilizaron únicamente su piadoso corazón, y no el corazón y la mano comprobadora.

Quiera el Maestro que nuestra creencia en la dicha por Él manifestada hacia nosotros, los que creemos sin ver, nos lleve a manifestarlo como nuestro Señor y nuestro Dios y  a proclamarlo sin temor alguno al mundo entero.